Las grandes tecnológicas están volcando miles de millones en inteligencia artificial justo en el mismo momento en que recortan plantilla en medio mundo. Esa combinación de beneficios récord, despidos masivos y algoritmos cada vez más potentes abre una pregunta incómoda para los gobiernos: si la IA sustituye a las personas, ¿quién va a sostener los impuestos que hoy salen del trabajo humano?
El debate no es teórico ni lejano. Amazon, Meta, UPS y otras multinacionales han anunciado recortes de empleo mientras aceleran la automatización en sus centros de datos, almacenes y oficinas. Solo Amazon ha disparado un 38% sus beneficios y ha puesto dinero a lo grande en IA al mismo tiempo que comunicaba unos 14.000 despidos en todo el mundo, unos 1.200 de ellos en España.

En la mayoría de países, el trabajo es el gran pilar fiscal. A través del IRPF y de las cotizaciones sociales se financian pensiones, sanidad o educación. En Estados Unidos el dato es aún más llamativo: cerca del 85% de la recaudación federal procede de las rentas del trabajo, no del capital. Si los algoritmos sustituyen a millones de trabajadores, la base de contribuyentes puede encoger y dejar a los Estados con menos ingresos y las mismas, o incluso mayores, obligaciones de gasto.
Ahí entra la idea que hace años muchos veían casi como ciencia ficción: ¿tendría sentido que las máquinas o la inteligencia artificial paguen impuestos, de forma directa o indirecta, para compensar lo que deja de aportar el trabajador sustituido? El Nobel Edmund Phelps propuso en 2019 un impuesto a los robots con ese objetivo, y Bill Gates ha defendido que un robot que reemplaza a una persona debería soportar más o menos la misma carga fiscal que ese trabajador.
Traducir esa intuición a una ley concreta es bastante más complicado. ¿Qué es exactamente un “robot” para Hacienda? ¿Un brazo mecánico en una fábrica, un software de contabilidad, una app con IA generativa o el chip que los hace funcionar? El economista Daniel Waldenström insiste en que es casi imposible trazar una línea clara entre automatización, robot e inteligencia artificial sin generar vacíos o injusticias. Y recuerda que, pese al despliegue tecnológico, no se ha visto un aumento fuerte del paro ni siquiera en Estados Unidos, país puntero en estas herramientas.
La propia evidencia sobre el impacto de la automatización es mixta. El FMI recoge que la IA generativa puede disparar la productividad: sus modelos calculan que podría aportar hasta 0,8 puntos porcentuales adicionales de crecimiento cada año hasta 2030. Goldman Sachs estima que, a nivel global, la inteligencia artificial podría sumar alrededor de un 7% al PIB mundial en la próxima década. Son cifras gigantescas que explicarían por qué las grandes tecnológicas están tan obsesionadas con esta carrera.
También te puede interesar:OpenAI Presenta un Agente para Investigación ProfundaPero junto a estas proyecciones optimistas llegan otras señales menos amables. La Organización Internacional del Trabajo calcula que uno de cada cuatro trabajadores en el mundo tiene un empleo con cierto grado de exposición a la IA, sobre todo en países ricos. La clave, según la OIT, es que la mayoría de esos empleos no desaparecerán del todo, sino que se transformarán. Habrá tareas que asuma la máquina y tareas que sigas haciendo tú, con nuevos requisitos de formación y presión añadida para reciclarse.
La jurista laboralista Luz Rodríguez lo enlaza con lo que ocurrió en olas anteriores de automatización. Entonces, la tecnología golpeó sobre todo a los empleos intermedios dentro de las cadenas de producción, por ejemplo en fábricas o en tareas administrativas repetitivas. Ahora, la inteligencia artificial generativa apunta más alto. Según Rodríguez, se dirige a puestos cualificados que requieren capacidad de pensamiento, análisis de información o redacción, desde abogados junior hasta periodistas o analistas financieros.
Rodríguez se declara “no optimista, pero sí positiva”, porque ya se están creando nuevas ocupaciones que no existirían sin estas tecnologías, como moderadores de contenidos, entrenadores de modelos de IA o mineros de bitcoins. La cuestión es si estos nuevos trabajos llegarán a tiempo, con salarios dignos y en número suficiente para compensar los puestos destruidos, y si estarán al alcance de los trabajadores que pierdan su empleo por culpa de la automatización.
Ahí es donde entra la preocupación de expertos como Sanjay Patnaik, de la Brookings Institution. Patnaik alerta de que la IA y la automatización pueden provocar una reducción muy seria de los ingresos fiscales, precisamente porque los sistemas tributarios se apoyan tanto en las rentas del trabajo. En su mejor escenario, los puestos que nazcan gracias a la IA serán más productivos, mejor pagados y de fácil acceso, de modo que incluso aumentaría la recaudación. Admite que la creación de esos empleos puede no ser automática y podría llegar con retraso respecto a las destrucciones actuales.
Ese desfase temporal no es un detalle menor. Si la máquina llega primero y los nuevos trabajos llegan después, los Estados pueden encontrarse durante años con menos cotizantes, más gasto en prestaciones y una brecha de ingresos difícil de cerrar. El riesgo es especialmente alto para los trabajadores menos cualificados, que pueden tener muchas dificultades para adaptarse a las nuevas demandas del mercado laboral impulsadas por la inteligencia artificial.
A escala global, la expansión de la IA puede abrir nuevas brechas: entre países que desarrollan y controlan la tecnología y países que solo la importan, entre sectores altamente digitalizados y sectores rezagados, y también dentro de cada país, entre quienes pueden reciclarse y quienes no. Daron Acemoğlu y Simon Johnson recordaban en 2023 que, en las últimas cuatro décadas, la automatización ha incrementado la productividad y las ganancias corporativas sin transformarse en prosperidad compartida en los países industriales.
También te puede interesar:¿La IA nos Hace Más tontos?: El MIT Revela el Impacto Oculto de la IA en el AprendizajeCon ese histórico sobre la mesa, la fiscalidad se convierte en una pieza central. ¿Corresponde poner un impuesto específico a la IA o es mejor ajustar las figuras que ya existen? Patnaik cree que un tributo concreto sobre la inteligencia artificial sería técnicamente muy difícil y tendría un alto riesgo de generar distorsiones. En lugar de eso, propone que los gobiernos eleven la tributación sobre el capital, que ha ido bajando con el tiempo mientras se endurecía la carga sobre el trabajo.
La idea general de Patnaik coincide con la del FMI y con parte de la academia. El Fondo Monetario Internacional, en un informe reciente, desaconseja gravar de forma específica la IA porque podría frenar la productividad y distorsionar los mercados. Recomienda, en cambio, tres movimientos clave: subir los impuestos sobre el capital, crear un recargo sobre beneficios empresariales considerados “excesivos” y revisar los incentivos fiscales a la innovación, las patentes y otros intangibles que, aunque empujan la productividad, pueden desplazar empleo humano.
Detrás de estas propuestas hay un diagnóstico compartido por economistas como Carl Frey, de la Universidad de Oxford. Frey destaca que, en muchas economías de la OCDE, ha aumentado la presión fiscal sobre la renta del trabajo mientras se reducían los impuestos sobre el capital. Según él, ese esquema empuja a las empresas a invertir más en automatización que en tecnologías que generan empleo. Si te sale más barato fiscalmente sustituir trabajadores por máquinas que contratar personas, la decisión empresarial está casi cantada.
Corregir ese desequilibrio tributario sería, en palabras de Frey, esencial para apoyar las tecnologías que crean puestos de trabajo de futuro. Y las estadísticas muestran la tendencia: en los países de la OCDE, el tipo medio del impuesto de sociedades ha pasado del 33% en el año 2000 al 25% actual. En el mismo periodo, la cuña fiscal sobre el trabajador (suma de IRPF y cotizaciones) apenas se ha reducido 1,3 puntos, del 36,2% al 34,9%. En otras palabras, el capital respira mejor y el trabajo sigue casi igual de cargado.
Waldenström va en una dirección similar, aunque con matices. Él rechaza un impuesto específico a la IA y defiende mantener la arquitectura básica del sistema tributario actual, basada en gravar las rentas del trabajo, el consumo y las ganancias de capital. Su argumento central es práctico: crear una figura fiscal nueva solo para la inteligencia artificial abriría un campo enorme para la ingeniería fiscal y la inseguridad jurídica. Y, por ahora, los datos de desempleo no justifican una alarma a gran escala.
Desde el lado de la industria, la oposición a un “impuesto a los robots” es todavía más fuerte. Susanne Bieller, de la Federación Internacional de Robótica, sostiene que gravar específicamente la automatización parte de “un problema que no existe”, porque, según ella, los robots crean empleo al aumentar la productividad, mejorar la calidad y abaratar costes. Bieller advierte de que si los gobiernos cargan impuestos sobre las herramientas de producción en vez de centrarse en los beneficios empresariales, el impacto negativo puede terminar afectando justo a lo que se quiere proteger: la competitividad y el empleo.
Bieller añade un dato que suele pasar más desapercibido: estima que hay una escasez mundial de mano de obra de unos 40 millones de puestos cada año. Desde su punto de vista, los robots no pueden sustituir empleos completos, pero sí encargarse de determinadas tareas dentro de esos puestos, lo que permitiría cubrir esa falta de personal. A su juicio, las empresas europeas necesitan incentivos para usar robots y digitalización si quieren seguir siendo competitivas frente a Estados Unidos o China.
En este cruce de argumentos aparece otro elemento que preocupa tanto a reguladores como a inversores: la posibilidad de que se esté formando una burbuja alrededor de la inteligencia artificial. La escalada de las grandes tecnológicas en Bolsa, impulsada por los anuncios de nuevas plataformas de IA y por la compra masiva de chips, despierta dudas. Si el crecimiento prometido no llega o llega tarde, muchos países pueden haber dado ventajas fiscales a un sector que no compensa los costes en empleo y recaudación.
A esto se suma un coste que apenas se veía hace unos años: el consumo energético. Expertos en clima alertan de que el gasto eléctrico de centros de datos y modelos de IA de gran tamaño es tan elevado que su huella ambiental podría neutralizar una parte importante de los beneficios económicos que promete la inteligencia artificial. Más consumo de energía implica más presión sobre redes eléctricas ya tensas y, si la generación no es limpia, más emisiones.
Frente a todos estos riesgos, el FMI recomienda que los Estados permanezcan vigilantes ante posibles escenarios disruptivos generados por la IA. No se trata solo de mirar el paro mes a mes, sino de seguir de cerca indicadores como el peso de las rentas del trabajo en la recaudación total, la concentración de beneficios en unas pocas empresas o la evolución de las brechas salariales entre trabajadores cualificados y no cualificados. Si empiezan a moverse rápido, será una señal clara de que hace falta ajustar el sistema fiscal.
En el terreno más político, Luz Rodríguez recuerda que los efectos sociales de la tecnología y de la inteligencia artificial no son un destino escrito. No existe un determinismo tecnológico que nos empuje a un único final. Según ella, la sociedad puede decidir, a través del debate público y la regulación, hacia dónde quiere dirigir el desarrollo de la IA, qué empleos quiere proteger y cómo quiere repartir los frutos de la productividad.
El propio FMI apunta en esa línea cuando sugiere revisar los incentivos fiscales a la innovación y a las patentes. Estas ventajas tienen sentido cuando fomentan proyectos que crean empleo y valor social, pero pueden ser problemáticas si solo benefician a unas pocas empresas que sustituyen trabajo humano a gran escala sin aportar un retorno suficiente al conjunto de la economía.
En el plano académico, el trabajo de investigadores como Acemoğlu y Johnson sirve de aviso. Sus análisis muestran que, en las últimas décadas, la automatización ha ido de la mano de un aumento de las ganancias corporativas y de la productividad agregada, pero no se ha traducido en una mejora equivalente para los salarios medios ni para la seguridad laboral. Como explica uno de sus estudios, “el problema no es que falte crecimiento, sino que los frutos del crecimiento están muy mal repartidos”.
Patnaik resume bien el dilema: en el mejor escenario, la inteligencia artificial generará nuevos empleos más productivos, mejor pagados y accesibles que compensarán la destrucción de puestos y la pérdida temporal de ingresos fiscales. Pero también insiste en que esto no está garantizado ni llegará solo. Hacen falta políticas activas de formación, redes de protección transitorias y un debate serio sobre la reforma fiscal para que la IA no agrande las grietas existentes.
Si miras a los próximos años, hay varias señales a las que conviene prestar atención. Si aumentan con fuerza los beneficios de las grandes empresas ligadas a la IA mientras cae la parte de la renta que va a salarios, la presión para subir los impuestos al capital y a los beneficios “excesivos” crecerá. Si la tasa de paro de los trabajadores menos cualificados se dispara en paralelo al avance de la automatización, la idea de un impuesto específico a la inteligencia artificial volverá con fuerza, aunque hoy muchos expertos la vean como un callejón técnico complicado.
Al final, la respuesta a la pregunta de si la IA debería pagar impuestos no es un sí o un no automático, sino un “depende de cómo ajustemos el sistema en su conjunto”. La clave estará en cómo repartes la carga entre trabajo, consumo y capital mientras la inteligencia artificial transforma el mercado laboral. Si los gobiernos aciertan, vas a poder aprovechar los beneficios de la IA —más productividad, mejores servicios, nuevos empleos— sin que se hunda la recaudación ni se disparen las desigualdades.

Directora de operaciones en GptZone. IT, especializada en inteligencia artificial. Me apasiona el desarrollo de soluciones tecnológicas y disfruto compartiendo mi conocimiento a través de contenido educativo. Desde GptZone, mi enfoque está en ayudar a empresas y profesionales a integrar la IA en sus procesos de forma accesible y práctica, siempre buscando simplificar lo complejo para que cualquiera pueda aprovechar el potencial de la tecnología.