¿Alguna vez te pasó que te preparaste años para “un trabajo” y, de golpe, el mundo cambió de carril? La sensación se parece a estudiar para manejar un auto con caja manual y descubrir que la ciudad se llenó de automáticos. No es un susto: es una señal de época.
Sin embargo, el hallazgo que proponen Mateo y Augusto Salvatto en su libro “Punto de ebullición: cómo la inteligencia artificial acelera el cambio del mundo” no es que la inteligencia artificial (IA, programas que aprenden de datos) “venga a reemplazarlo todo”. La clave, dicen, es que obliga a cambiar con urgencia cómo se la piensa y cómo se la comunica.

Por su parte, los autores insisten en sacar el debate del miedo, la exageración y el sensacionalismo para llevarlo a una pregunta más central: qué tipo de sociedad se está construyendo cuando los humanos dejan de ser la única inteligencia. Ahí aparece, también, una oportunidad concreta para Argentina, sus empresas y su sistema educativo.
“La educación ya no puede pretender formar directamente para el trabajo, sino para la vida y para contextos cambiantes”, plantea Augusto Salvatto, profesor y consultor en adopción de IA en organizaciones.
No obstante, el punto más incómodo del libro es simple: muchas de las preguntas que dominan la conversación pública sobre IA están mal formuladas. En otras palabras, se discute “si la IA nos saca el trabajo” cuando la discusión de fondo es qué nuevas reglas necesita la vida social cuando aparece otra forma de inteligencia, no exclusivamente humana.
Es decir, para los Salvatto la IA es la gota que rebalsa el vaso de un cambio civilizatorio: el final de la sociedad moderna industrial tal como se la conocía. Durante esa era, el trabajo ordenó horarios, trayectorias y hasta identidades. No por casualidad, subrayan, muchos apellidos nacieron pegados a un oficio.
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Por su parte, el problema no es “el aparato” en sí. El problema es el tablero: si nadie revisa el circuito, salta la térmica. En educación, ese salto se ve en la pérdida de interés por la formación formal, un síntoma que los autores consideran cada vez más evidente.
En otras palabras, la crítica no es contra aprender contenidos. Es contra una escuela organizada con lógica fabril: horarios rígidos, timbres, rutinas de producción en serie y una pedagogía centrada en memorizar, útil cuando la información era escasa y encontrarla era difícil.
No obstante, ahora la información abunda. El nuevo interruptor es el juicio crítico: discernir qué es verdadero, qué es falso y qué vale la pena hacer con lo que se sabe. Según los autores, la escuela debería moverse de “repetir” a “decidir”.
Sin embargo, enseñar solo a “usar” herramientas de IA se queda corto. Porque usar una herramienta no garantiza criterio. Es decir, se puede apretar botones y aun así tomar malas decisiones, o delegar demasiado en sistemas que no entienden contexto, valores ni consecuencias.
Por su parte, en el mundo del trabajo el libro discute otra alarma común. Augusto Salvatto sostiene que el mayor riesgo laboral no es ser sustituido por una máquina, sino por otra persona que sí use IA en su práctica cotidiana. Y advierte que en un plazo de cinco años, muchos perfiles que no la incorporen pueden quedar fuera del mercado.
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En otras palabras, si se saca al humano del cierre de la decisión, aparece un combo peligroso: problemas de sentido (para qué se hace), calidad (qué se elige) y responsabilidad ética y legal (quién responde). La IA puede ser engranaje, pero no debería ser el volante.
Sin embargo, el libro estira la mirada hacia lo público. Los Salvatto sostienen que el impacto de la IA también empuja una crisis del Estado moderno, más por su organización que por falta de recursos o de tecnología. El Estado, dicen, fue diseñado para estabilidad, no para transformación constante.
Por su parte, el contraste se ve con ejemplos cotidianos. Una app de delivery muestra en tiempo real dónde está una hamburguesa. Una plataforma de comercio electrónico envía descuentos personalizados. No obstante, el Estado rara vez avisa de forma proactiva el vencimiento de la VTV o gestiona un turno compatible con la disponibilidad real del ciudadano.
Es decir, el engranaje privado se ajusta con datos en tiempo real. El engranaje público suele moverse con piezas aisladas, rigidez y poca coordinación. Cerrar esa brecha, plantean, no es “poner IA” como parche, sino repensar el tablero completo.
En otras palabras, la pregunta práctica que proponen los autores funciona como una llave: docentes, estudiantes, funcionarios y trabajadores deberían preguntarse de manera sistemática qué cosas que ya hacen podrían hacer mejor apoyándose en IA, sin perder control ni criterio.
No obstante, el miedo a “quedar afuera” puede generar el efecto contrario: bloquear la adopción. Quien teme que la IA le quite el empleo tiende a no tocarla. Y entonces el desplazamiento llega por otro lado: por alguien que sí la usa con responsabilidad.
Sin embargo, la oportunidad que describen no es abstracta. Es una oportunidad de aprendizaje y de productividad, pero también de sentido: volver a poner al humano en el centro de la decisión, mientras la tecnología hace de motor y no de dueño del camino.
Me dedico al SEO y la monetización con proyectos propios desde 2019. Un friki de las nuevas tecnologías desde que tengo uso de razón.
Estoy loco por la Inteligencia Artificial y la automatización.