La escena se ha llenado de modelos de lenguaje de gran tamaño en apenas una década y, seguimos sin saber cómo funciona de verdad la mente humana. Lo que ha cambiado es que los ordenadores son más potentes y el entrenamiento se ha automatizado a lo bestia. Hoy, cuando usas un modelo de lenguaje o una inteligencia artificial generativa, no estás hablando con una “mente digital”. Estás hablando con un sistema que se ha pasado meses procesando texto y números sin parar.
La idea central es sencilla, aunque el interior sea enrevesado. Estos modelos de lenguaje no se programan como antes, con reglas del estilo “si el usuario dice X, responde Y”. En vez de eso, se entrenan para reconocer patrones estadísticos en cantidades enormes de texto y para ir ajustando su comportamiento automáticamente. De ese proceso surgen capacidades que nadie ha diseñado línea a línea.
La historia reciente lo deja claro. En los últimos diez años, grandes empresas tecnológicas y laboratorios de investigación han multiplicado la capacidad de cómputo y han mejorado los algoritmos de entrenamiento. No ha aparecido una teoría mágica de la mente, pero sí máquinas capaces de recorrer datos a una velocidad y con un volumen que antes era impensable. A partir de ahí, los modelos de lenguaje de gran tamaño han pasado a ser el centro de la inteligencia artificial moderna.
El desarrollo actual de la IA no intenta construir desde cero una réplica de tu cerebro. Lo que se hace es observar cómo un modelo mejora con la experiencia, cómo responde tras ver más ejemplos y cómo cambia su comportamiento con pequeños ajustes. Es casi un experimento continuo a escala industrial, más parecido a criar un sistema numérico que a programar una mente perfecta.
Para que todo esto funcione, hay que empezar por algo muy mundano: traducir texto a números. Los ordenadores solo entienden números, así que cada letra, cada espacio y cada signo de puntuación se convierte en un valor numérico concreto. Esa secuencia de valores es el “input”, la entrada sobre la que el modelo de lenguaje va a aprender y luego va a responder.
Esta traducción de texto a números es obligatoria porque la máquina no puede operar directamente con símbolos lingüísticos. No sabe lo que significa “hola”, solo sabe que “hola” es, por ejemplo, la secuencia 120, 450, 982 y 33. A partir de ahí, toda la inteligencia artificial que ves se apoya en manipular listas enormes de números y en combinar esos números según unas reglas que sí han sido diseñadas por ingenieros.
Una vez tienes el texto convertido en números, hace falta un “cuerpo” que los procese. Ese cuerpo es la arquitectura del modelo de lenguaje. Imagínalo como una red con miles de millones de parámetros. Cada parámetro es como un casillero que guarda un número llamado peso. Esos pesos se inicializan al azar, porque se quiere que distintas partes de la red acaben especializándose en cosas distintas al aprender.
Sobre esa arquitectura se definen reglas matemáticas claras: qué números se multiplican, cuáles se suman, cuáles se ignoran (a veces los negativos) y en qué orden se hace todo. Son operaciones en cadena, repetidas muchas veces, que poco a poco transforman la entrada numérica en otra lista de números. Esa lista final, al terminar el recorrido, representa la probabilidad de que cada palabra o símbolo sea el siguiente en tu texto.
Un modelo de lenguaje de gran tamaño se define, por tanto, por dos cosas: su arquitectura (ese conjunto de operaciones matemáticas organizadas en capas y conexiones) y los valores concretos de sus pesos internos. La arquitectura marca lo que el modelo podría llegar a hacer y los pesos marcan lo que realmente sabe hacer en un momento dado.
Cuando montas por primera vez un modelo de lenguaje, todos esos pesos están aleatorios y el sistema, si le preguntas algo, responderá con frases sin sentido. Aquí arranca el aprendizaje real, y el protagonista es un método matemático muy usado en inteligencia artificial llamado descenso de gradiente. Ese nombre suena técnico, pero la idea que hay debajo es más intuitiva de lo que parece.
El modelo de lenguaje intenta predecir la siguiente palabra de un texto. Comete errores, muchos al principio. Gracias a su estructura matemática, es posible calcular cuánto ha influido cada peso en esos errores. El gradiente es justo eso: una especie de flecha numérica que indica en qué dirección hay que cambiar cada peso y cuánto, para que la próxima vez la predicción sea un poco mejor.
Con esa información, el sistema ajusta millones o miles de millones de pesos de forma automática. No hace un gran cambio de golpe, sino una cantidad muy pequeña en cada iteración. Vuelve a pasar por nuevos fragmentos de texto, vuelve a calcular errores, vuelve a ajustar. Ese ciclo se repite millones de veces sobre gigantescos conjuntos de datos de entrenamiento que pueden ocupar muchos terabytes.
La clave está en la escala. Un modelo de lenguaje de gran tamaño solo aprende a generar texto coherente porque la potencia computacional actual le permite ejecutar este descenso de gradiente una y otra vez sobre volúmenes masivos de información. Sin esas granjas de GPU trabajando día y noche, el sistema no podría recorrer tanta experiencia y no sería capaz de capturar patrones complejos del lenguaje.
Conforme pasan los ciclos de entrenamiento, el modelo empieza a reconocer regularidades en los datos. Aprende, por ejemplo, que después de “Había una” suele venir un sustantivo femenino, que “v” puede continuar con “e” para formar “ve” y que “Había una ve” suele completarse como “Había una vez”. No está recordando cuentos sueltos, está ajustando probabilidades de secuencias numéricas que se corresponden con secuencias de palabras.
Llega un momento en el que, ante un texto nuevo convertido en números, el modelo es capaz de anticipar posibles continuaciones de manera fiable. Calcula, para cada símbolo del vocabulario, la probabilidad de que sea el siguiente y elige uno según la estrategia definida. Ese proceso se repite paso a paso, palabra a palabra, hasta que la frase o la respuesta está completa. Lo que tú lees al final es el resultado de millones de microdecisiones encadenadas.
El ejemplo clásico ayuda a verlo. Si introduces “Había una v”, el modelo de lenguaje calcula que la letra más probable a continuación es “e”. Genera “Había una ve”, vuelve a calcular, añade “z”, y termina dándote “Había una vez”. No ha “recordado” un cuento concreto, sino que ha seguido el camino estadísticamente más probable entre los que aprendió durante el entrenamiento.
Entrenar solo para predecir la siguiente palabra no basta para tener un asistente útil. Tras esa fase aparece lo que se conoce como ajuste fino o alineación. Aquí el objetivo ya no es únicamente que el modelo complete textos, sino que se comporte como tú esperas en una conversación real, que sea útil, respetuoso y que minimice respuestas dañinas o de riesgo.
En el ajuste fino se alimenta al modelo de lenguaje con ejemplos más estructurados: “Pregunta: [consulta]” y “Respuesta: [contestación adecuada]”. El sistema aprende a completar estos patrones de forma coherente, pero esta vez los ingenieros y evaluadores humanos revisan las salidas. Refuerzan las que encajan con criterios de utilidad, seguridad y cortesía, y penalizan las que se salen del marco marcado por la empresa.
Los cambios en los parámetros durante esta etapa buscan que el modelo se alinee con las expectativas sociales y legales. Se intenta filtrar conductas inadecuadas, reducir contenidos peligrosos y orientar las respuestas hacia un tono más colaborativo. Un evaluador podría decir algo como “preferimos esta respuesta porque informa sin fomentar un uso arriesgado”, y esa preferencia se traduce en nuevos ajustes numéricos dentro de la red.
El resultado es que el mismo modelo de lenguaje de gran tamaño, tras el ajuste fino, responde de forma diferente ante la misma entrada. La estructura matemática no ha cambiado, pero los pesos sí. Ha visto suficientes ejemplos concretos de interacciones con personas como para adaptar su comportamiento a lo que esperamos en el día a día, desde resolver una duda sencilla hasta explicar un concepto técnico con calma.
Visto desde fuera, puede parecer que un modelo de lenguaje “razona” como tú, pero lo que hace es otra cosa. Originalmente se entrenaba solo para predecir la siguiente palabra y, Surgieron habilidades inesperadas, como traducir o resumir textos. Con el tiempo, los investigadores descubrieron que, si dejaban que el sistema desarrollara cadenas de pasos intermedios, podía abordar tareas mucho más complejas.
A ese enfoque se le llama cadena de razonamiento. En vez de pedirle al modelo de lenguaje una respuesta directa, se le invita a ir paso a paso: analizar el problema, plantear hipótesis y justificar la solución. El sistema explora distintos caminos de resolución y, al entrenarlo, se refuerzan las cadenas de pasos que conducen a la respuesta correcta. Una vez más, los pesos internos se reajustan para favorecer esas rutas.
Este método convierte la predicción de la siguiente palabra en algo más rico. El modelo ya no solo completa frases que “suenan bien”, también aprende a encadenar argumentos, operaciones matemáticas o razonamientos lógicos. Sigue siendo un proceso estadístico, guiado por probabilidades, pero con una estructura que recuerda a cómo tú encadenas ideas cuando explicas algo complicado.
En cualquier caso, la cara menos cómoda de todo esto es la opacidad. Sabemos con bastante precisión cómo se construye y se entrena un modelo de lenguaje de gran tamaño. Conocemos sus datos, su arquitectura, sus algoritmos de descenso de gradiente y sus fases de alineación. Lo que no sabemos es qué hace exactamente cada uno de los miles de millones de pesos por separado.
Cada decisión que toma el modelo implica la participación conjunta de enormes grupos de parámetros. No se puede señalar un peso concreto y decir “este es el responsable de que sepa sumar” o “aquí está su capacidad de traducir”. Los ingenieros miden las capacidades globales con pruebas en muchos escenarios prácticos, pero la relación entre cada fragmento interno y cada habilidad sigue siendo un reto abierto, parecido a lo que pasa con el ADN y los rasgos de un organismo.
A pesar de esta opacidad, los modelos de lenguaje de gran tamaño se han vuelto herramientas casi indispensables. Están detrás de asistentes virtuales, sistemas de soporte al cliente en línea, ayudas a la escritura y a la programación, y cada vez más integrados en aplicaciones de uso diario. Su valor no viene de haber imitado tu mente al detalle, sino de haber aprendido a partir de una experiencia masiva y numérica.
Otra consecuencia importante es que estos sistemas no son estáticos. Siguen mejorando con el tiempo, tanto porque se entrenan versiones nuevas con más datos y más capacidad, como porque se afinan con información de uso real. Un modelo de lenguaje de hoy no se comporta igual que la versión de hace un año, y esa evolución continua está cambiando la relación entre personas y tecnología de forma muy rápida.
Mirando hacia delante, hay dos señales que merece la pena observar si te interesa cómo aprende la inteligencia artificial. Por un lado, cuánta capacidad de cómputo se pone en juego en los entrenamientos futuros, porque eso marca el tamaño y la ambición de los modelos de lenguaje. Por otro, qué técnicas nuevas aparecen para hacerlos más comprensibles por dentro, para que entendamos mejor por qué responden como responden.
Todo esto nos lleva a una idea sencilla, pero potente: la inteligencia artificial actual no funciona porque hayamos descifrado la mente humana, sino porque sabemos entrenar modelos de lenguaje de gran tamaño capaces de procesar números a una escala brutal y de ajustar sus pesos hasta generar respuestas útiles y coherentes. Aunque su lógica interna siga siendo en parte misteriosa, la combinación de datos masivos, descenso de gradiente y alineación con criterios humanos está marcando cómo vas a relacionarte con la tecnología en los próximos años.

Directora de operaciones en GptZone. IT, especializada en inteligencia artificial. Me apasiona el desarrollo de soluciones tecnológicas y disfruto compartiendo mi conocimiento a través de contenido educativo. Desde GptZone, mi enfoque está en ayudar a empresas y profesionales a integrar la IA en sus procesos de forma accesible y práctica, siempre buscando simplificar lo complejo para que cualquiera pueda aprovechar el potencial de la tecnología.